quarta-feira, 29 de outubro de 2014

Conto 6 - PASSEIO NOTURNO - Rubem Fonseca

                                            PASSEIO NOTURNO

 Cheguei em casa carregando a pasta cheia de papéis, relatórios, estudos, pesquisas, contratos. Minha mulher, jogando paciência na cama, um copo de uísque na mesa-de-cabeceira, disse, sem tirar os olhos das cartas, você está com um ar cansado. Os sons da casa: minha filha no quarto dela treinando empostação de voz, a música quadrafônica do quarto do meu filho. Você não vai largar essa mala? Perguntou minha mulher, tira essa roupa, bebe um uisquinho, você precisa aprender a relaxar.
        Fui para a biblioteca, o lugar da casa onde gostava de ficar isolado e como sempre não fiz nada. Abri o volume de pesquisas sobre a mesa, não via as letras e números, eu esperava apenas. Você não pára de trabalhar, aposto que os teus sócios não trabalham nem a metade e ganham a mesma coisa, entrou a minha mulher na sala com o copo na mão, já posso mandar servir o jantar?
       A copeira servia à francesa, meus filhos tinham crescido, eu e a minha mulher estávamos gordos. É aquele vinho que você gosta, ela estalou a língua com prazer. Meu filho me pediu dinheiro quando estávamos no cafezinho, minha filha me pediu dinheiro na hora do licor. Minha mulher nada pediu, nós tínhamos conta bancária conjunta.
       Vamos dar uma volta de carro?, convidei. Eu sabia que ela não ia, era hora da novela. Não sei que graça você acha em passear de carro todas as noites, também aquele carro custou uma fortuna, tem que ser usado, eu é que cada vez me apego menos aos bens materiais, minha mulher respondeu.
        Os carros dos meninos bloqueavam a porta da garagem, impedindo que eu tirasse o meu carro. Tirei o carro dos dois, botei na rua, tirei o meu e botei na rua, coloquei os dois carros novamente na garagem, fechei a porta, essas manobras todas me deixaram levemente irritado, mas ao ver os pára-choques salientes do meu carro, o reforço especial duplo de aço cromado, senti o coração bater apressado de euforia. Enfiei a chave na ignição, era um motor poderoso que gerava a sua força em silêncio, escondido no capô aerodinâmico, Saí, como sempre sem saber para onde ir, tinha que ser uma rua deserta, nesta cidade que tem mais gente do que moscas. Na Avenida Brasil, ali não podia ser, muito movimento. Cheguei numa rua mal iluminada, cheia de árvores escuras, o lugar ideal. Homem ou mulher?, realmente não fazia grande diferênça, mas não aparecia ninguém em condições, comecei a ficar tenso, isso sempre acontecia, eu até gostava, o alívio era maior. Então vi a mulher, podia ser ela, ainda que mulher fosse menos emocionante, por ser mail fácil. Ela caminhava apressadamente, carregando um embrulho de papel ordinário, coisas de padaria ou quitanda, estava de saia e blusa, andava depressa, havia árvores na calçada, de vinte em vinte metros, um interessante problema a exigir uma grande dose de perícia. Apaguei as luzes do carro e acelerei. Ela só percebeu que eu ia para cima dela quando ouviu o som das borrachas dos pneus batendo no meio-fio. Pequei a mulher acima dos joelhos, bem no meio das duas pernas, um pouco mais sobre a esquerda, um golpe perfeito, ouvi o barulho do impacto partindo os dois ossões, dei uma guinada rápida para a esquerda, passei como um foguete rente a uma das árvores e deslizei com os pneus cantando, de volta para o asfalto. Motor bom, o meu, ia de zero a cem quilômetros em onze segundos. Ainda deu para ver que o corpo todo desengonçado da mulher havia ido parar, colorido de vermelho, em cima de um muro, desses baixinhos de casa de subúrbio.
        Examinei o carro na garagem. Corri orgulhosamente a mão de leve pelos pára-lamas, os pára-choques sem marca. Poucas pessoas, no mundo inteiro, igualavam a minha habilidade no uso daquelas máquinas.
       A família estava vendo televisão. Deu a sua voltinha, agora está mais calmo?, perguntou minha mulher, deitada no sofá, olhando fixamente o vídeo. Vou dormir, boa noite para todos, respondi, amanhã vou ter um dia terrível na companhia.

segunda-feira, 13 de outubro de 2014

Palabra de la semana

 Héroe


La veneración y el respeto a los héroes se cuentan entre las tradiciones más antiguas de la humanidad. Los primeros ejemplares del homo sapiens temían y respetaban a los más fuertes y a los más ancianos, que en aquella época podían llegar a los treinta años. Los pueblos prehistóricos indoeuropeos llamaban seros a aquellos que les daban protección.

Mil años después, surgió entre los aedos griegos –los cantores de hazañas épicas, como tal vez fuera Homero– la figura mítica del héroe, un personaje generalmente emparentado con los dioses, como Aquiles o Eneas, al que llamaron heros. La palabra fue adoptada en latín por Virgilio como heros, con la denotación de 'semidiós, hijo de un mortal con una diosa', pero Cicerón aplicó el vocablo a los 'hombres célebres' de su tiempo.

El español heredó la palabra latina, que aparece por primera vez en nuestra lengua en el Vocabulario de Alonso de Palencia, como heroes, definidos como 'fuertes varones o heroas'. Durante mucho tiempo, la tilde recayó en la o, heróe, incluso en la primera edición del diccionario de la Academia, pero la acentuación actual fue seguida por Góngora y Lope de Vega. Este último fue el primero que habló en castellano de heroína, una palabra que ya había sido empleada en latín por Ovidio, aunque referida apenas a la mujer o la hija de un héroe. La primera heroína de la historia, por sus propios méritos, tal vez haya sido Juana de Arco, aunque los ingleses no lo crean así (V. heroína).

Hoy en día las cosas han cambiado. Los héroes del siglo XXI son más bien los jugadores de fútbol –seguidos por miles de personas en las canchas de fútbol y por millones en la televisión–, los actores y actrices de cine, y algunos líderes políticos. O los superhéroes, personajes de ficción de poderes sobrenaturales, divulgados por las tiras cómicas y la televisión.

sexta-feira, 3 de outubro de 2014

palabra de la semana

veneno

Las sustancias que estimulan la función sexual masculina fueron descubiertas en los últimos años del siglo XX, pero la humanidad sueña desde muy antiguo con estimulantes del deseo sexual, drogas que son llamadas afrodisíacos (v. afrodisíaco) por asociación con la diosa griega del amor, Afrodita.

El nombre de esta deidad entre los romanos era Venus, por lo que las pociones mágicas para hacerse amar o para despertar en uno mismo o en los demás el deseo sexual se llamaron venenum.

Con el paso de los siglos, venenum se extendió a todas las drogas, pociones y medicamentos, pero también a las drogas capaces de causar la muerte de quien las ingiriera. Esa es la razón por la que autores como Virgilio optaron por adjuntar a la palabra los calificativos bonum y malum (bueno y malo), para distinguir el venenum que servía como medicamento, del tóxico.

Al español llegó con el significado de 'sustancia que causa enfermedades o trastorna procesos vitales al contactar con el organismo'. Hasta el siglo XVI era mucho más frecuente venino que veneno:
Ouando querie beber la agua o el vino, Vertieielo delante el traydor veçino, Façie pudir la casa peor que mal venino, Mayor premia lis daba que sayon nin merino. (Gonzalo de Berceo [1230-1250]: Milagros de Nuestra Señora).
 

quarta-feira, 1 de outubro de 2014

Dipódido



Los Dipodidae también conocidos como Dipódidos, una sorprendente especie de roedores que se encuentran localizados en el hemisferio norte generalmente en bosques y desiertos. La familia de estos roedores oscila entre al menos 50 especies diferentes distribuidas en más de 15 géneros entre los cuales podemos mencionar a los jerbos y también los sicistas.
Estos pequeños roedores tienen el aspecto de un ratón mezclado con un canguro, tienden a mantener una postura bípeda, y son capaces de dar saltos de grandes distancias. El largo promedio de estos roedores se encuentra entre los 4 centímetros y los 26 centímetros, sin tomar en cuenta la longitud de su cola.

Los jerbos por ejemplo son una especie más grande y tienden a dar saltos de una mayor longitud, sus patas son largas y poseen una cola de gran longitud que le sirve para poder mantener el equilibrio.
Por el contrario los sicistas son una especie más pequeña, aunque son muy parecidos a los jerbos, éstos también utilizan su cola para mantener el equilibrio y se movilizan saltando como lo hace un canguro aunque la distancia de sus saltos es menor a la de un jerbo tomando en cuenta que sus extremidades son de menor tamaño.
 Este roedor de apariencia frágil y asustadiza logra soportar las temperaturas tan altas como los +40°C y tan bajas como los -40°C de las zonas desérticas de China y Mongolia.
La mayor parte de especies de Dipodidae viven en madrigueras donde han construido sus propios nidos, estos curiosos animales suelen almacenar sus alimentos en cámaras construidas en su propia madriguera para prepararse para su etapa de hibernación que se da una vez al año.
Estos pequeños roedores tienden a reproducirse en dos ocasiones durante el año, y son capaces de dar a luz hasta un máximo de 7 u 8 crías, aunque en algunos casos no sobrepasan las 2 crías, todo depende de la especie.
 A diferencia de otros jerbos que son herbívoros, el de orejas largas se alimenta de insectos y otros invertebrados pequeños. Suelen utilizar el sonido para localizarlos y luego los atrapan dando saltos en el aire. Sus hábitos de vida son nocturnos, así que pasan las horas del día bajo tierra en túneles que construyen ellos mismos.
Se cree que la especie está en peligro de extinción debido a la destrucción de su hábitat por los seres humanos. El aumento de las áreas de pastoreo, así como las sequías y la desecación de las fuentes de agua, pueden ser una amenaza para la vida de estos animalitos.
El Dipódido es un animal sencillamente impresionante.

cuento 5 - El banquete - Julio Ramón Ribeyro

El banquete

Con dos meses de anticipación, don Fernando Pasamano había preparado los pormenores de este magno suceso. En primer término, su residencia hubo de sufrir una transformación general. Como se trataba de un caserón antiguo, fue necesario echar abajo algunos muros, agrandar las ventanas, cambiar la madera de los pisos y pintar de nuevo todas las paredes.
Esta reforma trajo consigo otras y (como esas personas que cuando se compran un par de zapatos juzgan que es necesario estrenarlos con calcetines nuevos y luego con una camisa nueva y luego con un terno nuevo y así sucesivamente hasta llegar al calzoncillo nuevo) don Fernando se vio obligado a renovar todo el mobiliario, desde las consolas del salón hasta el último banco de la repostería. Luego vinieron las alfombras, las lámparas, las cortinas y los cuadros para cubrir esas paredes que desde que estaban limpias parecían más grandes. Finalmente, como dentro del programa estaba previsto un concierto en el jardín, fue necesario construir un jardín. En quince días, una cuadrilla de jardineros japoneses edificaron, en lo que antes era una especie de huerta salvaje, un maravilloso jardín rococó donde había cipreses tallados, caminitos sin salida, una laguna de peces rojos, una gruta para las divinidades y un puente rústico de madera, que cruzaba sobre un torrente imaginario.
Lo más grande, sin embargo, fue la confección del menú. Don Fernando y su mujer, como la mayoría de la gente proveniente del interior, sólo habían asistido en su vida a comilonas provinciales en las cuales se mezcla la chicha con el whisky y se termina devorando los cuyes con la mano. Por esta razón sus ideas acerca de lo que debía servirse en un banquete al presidente, eran confusas. La parentela, convocada a un consejo especial, no hizo sino aumentar el desconcierto. Al fin, don Fernando decidió hacer una encuesta en los principales hoteles y restaurantes de la ciudad y así pudo enterarse de que existían manjares presidenciales y vinos preciosos que fue necesario encargar por avión a las viñas del mediodía.
Cuando todos estos detalles quedaron ultimados, don Fernando constató con cierta angustia que en ese banquete, al cual asistirían ciento cincuenta personas, cuarenta mozos de servicio, dos orquestas, un cuerpo de ballet y un operador de cine, había invertido toda su fortuna. Pero, al fin de cuentas, todo dispendio le parecía pequeño para los enormes beneficios que obtendría de esta recepción.
-Con una embajada en Europa y un ferrocarril a mis tierras de la montaña rehacemos nuestra fortuna en menos de lo que canta un gallo (decía a su mujer). Yo no pido más. Soy un hombre modesto.
-Falta saber si el presidente vendrá (replicaba su mujer).
En efecto, había omitido hasta el momento hacer efectiva su invitación.
Le bastaba saber que era pariente del presidente (con uno de esos parentescos serranos tan vagos como indemostrables y que, por lo general, nunca se esclarecen por el temor de encontrar adulterino) para estar plenamente seguro que aceptaría. Sin embargo, para mayor seguridad, aprovechó su primera visita a palacio para conducir al presidente a un rincón y comunicarle humildemente su proyecto.
-Encantado (le contestó el presidente). Me parece una magnifica idea. Pero por el momento me encuentro muy ocupado. Le confirmaré por escrito mi aceptación.
Don Fernando se puso a esperar la confirmación. Para combatir su impaciencia, ordenó algunas reformas complementarias que le dieron a su mansión un aspecto de un palacio afectado para alguna solemne mascarada. Su última idea fue ordenar la ejecución de un retrato del presidente (que un pintor copió de una fotografía) y que él hizo colocar en la parte más visible de su salón.
Al cabo de cuatro semanas, la confirmación llegó. Don Fernando, quien empezaba a inquietarse por la tardanza, tuvo la más grande alegría de su vida.
Aquel fue un día de fiesta, salió con su mujer al balcón par contemplar su jardín iluminado y cerrar con un sueño bucólico esa memorable jornada. El paisaje, sin embargo, parecía haber perdido sus propiedades sensibles, pues donde quiera que pusiera los ojos, don Fernando se veía a sí mismo, se veía en chaqué, en tarro, fumando puros, con una decoración de fondo donde (como en ciertos afiches turísticos) se confundían lo monumentos de las cuatro ciudades más importantes de Europa. Más lejos, en un ángulo de su quimera, veía un ferrocarril regresando de la floresta con su vagones cargados de oro. Y por todo sitio, movediza y transparente como una alegoría de la sensualidad, veía una figura femenina que tenía las piernas de un cocote, el sombrero de una marquesa, los ojos de un tahitiana y absolutamente nada de su mujer.
El día del banquete, los primeros en llegar fueron los soplones. Desde las cinco de la tarde estaban apostados en la esquina, esforzándose por guardar un incógnito que traicionaban sus sombreros, sus modales exageradamente distraídos y sobre todo ese terrible aire de delincuencia que adquieren a menudo los investigadores, los agentes secretos y en general todos los que desempeñan oficios clandestinos.
Luego fueron llegando los automóviles. De su interior descendían ministros, parlamentarios, diplomáticos, hombre de negocios, hombre inteligentes. Un portero les abría la verja, un ujier los anunciaba, un valet recibía sus prendas, y don Fernando, en medio del vestíbulo, les estrechaba la mano, murmurando frases corteses y conmovidas.
Cuando todos los burgueses del vecindario se habían arremolinado delante de la mansión y la gente de los conventillos se hacía una fiesta de fasto tan inesperado, llegó el presidente. Escoltado por sus edecanes, penetró en la casa y don Fernando, olvidándose de las reglas de la etiqueta, movido por un impulso de compadre, se le echó en los brazos con tanta simpatía que le dañó una de sus charreteras.
Repartidos por los salones, los pasillos, la terraza y el jardín, los invitados se bebieron discretamente, entre chistes y epigramas, los cuarenta cajones de whisky. Luego se acomodaron en las mesas que les estaban reservadas (la más grande, decorada con orquídeas, fue ocupada por el presidente y los hombre ejemplares) y se comenzó a comer y a charlar ruidosamente mientras la orquesta, en un ángulo del salón, trataba de imponer inútilmente un aire vienés.
A mitad del banquete, cuando los vinos blancos del Rin habían sido honrados y los tintos del Mediterráneo comenzaban a llenar las copas, se inició la ronda de discursos. La llegada del faisán los interrumpió y sólo al final, servido el champán, regresó la elocuencia y los panegíricos se prolongaron hasta el café, para ahogarse definitivamente en las copas del coñac.
Don Fernando, mientras tanto, veía con inquietud que el banquete, pleno de salud ya, seguía sus propias leyes, sin que él hubiera tenido ocasión de hacerle al presidente sus confidencias. A pesar de haberse sentado, contra las reglas del protocolo, a la izquierda del agasajado, no encontraba el instante propicio para hacer un aparte. Para colmo, terminado el servicio, los comensales se levantaron para formar grupos amodorrados y digestónicos y él, en su papel de anfitrión, se vio obligado a correr de grupos en grupo para reanimarlos con copas de mentas, palmaditas, puros y paradojas.
Al fin, cerca de medianoche, cuando ya el ministro de gobierno, ebrio, se había visto forzado a una aparatosa retirada, don Fernando logró conducir al presidente a la salida de música y allí, sentados en uno de esos canapés, que en la corte de Versalles servían para declararse a una princesa o para desbaratar una coalición, le deslizó al oído su modesta.
-Pero no faltaba más (replicó el presidente). Justamente queda vacante en estos días la embajada de Roma. Mañana, en consejo de ministros, propondré su nombramiento, es decir, lo impondré. Y en lo que se refiere al ferrocarril sé que hay en diputados una comisión que hace meses discute ese proyecto. Pasado mañana citaré a mi despacho a todos sus miembros y a usted también, para que resuelvan el asunto en la forma que más convenga.
Una hora después el presidente se retiraba, luego de haber reiterado sus promesas. Lo siguieron sus ministros, el congreso, etc., en el orden preestablecido por los usos y costumbres. A las dos de la mañana quedaban todavía merodeando por el bar algunos cortesanos que no ostentaban ningún título y que esperaban aún el descorchamiento de alguna botella o la ocasión de llevarse a hurtadillas un cenicero de plata. Solamente a las tres de la mañana quedaron solos don Fernando y su mujer. Cambiando impresiones, haciendo auspiciosos proyectos, permanecieron hasta el alba entre los despojos de su inmenso festín. Por último se fueron a dormir con el convencimiento de que nunca caballero limeño había tirado con más gloria su casa por la ventana ni arriesgado su fortuna con tanta sagacidad.
A las doce del día, don Fernando fue despertado por los gritos de su mujer. Al abrir los ojos le vio penetrar en el dormitorio con un periódico abierto entre las manos. Arrebatándoselo, leyó los titulares y, sin proferir una exclamación, se desvaneció sobre la cama. En la madrugada, aprovechándose de la recepción, un ministro había dado un golpe de estado y el presidente había sido obligado a dimitir.